jueves, 14 de agosto de 2008

Eran las diez, un 13 de agosto


Tardará en evaporarse de mi mente la imagen de ella en los pinares, hablando al teléfono conmigo y viéndome con esa cara de asombro de quien no da crédito a sus propios ojos.
Era una necesidad. Los días se hacen muy largos durante las vacaciones y la mente se empeña en vivir su imagen en presente y no en pasado.
Era consciente del riesgo. De que no pudiese verla más que de lejos. Pero no lo dudé un instante. Sólo la posibilidad de volver a verla ya era suficiente. Llegé cansado de kilómetros pero con la ilusión del primer día.
Mi típico despiste me hizo dar más de una vuelta por el pueblo hasta encontrar el jardín que tanto ansiaba ver.
Es curioso cómo funcionan las cosas...desde que aparqué y salí del coche, mis ojos se clavaron en una terraza. Quizás los comentarios de ella sobre el piso, quizás pura intuición, quizás el destino que me acopaña y está a favor mío últimamente.
Sólo necesité ver un trozo de su melena recogida para saber que era ella. Ya no tenía corazón, sino un motor de 1000 caballos acelerando a fondo.
La llamé por teléfono y casi no podía hablar de la excitación. Ya había paseado al perro y podía salir un rato a dar un paseo para hablar. Todo estaba de mi parte.
Sinceramente, se me hizo más larga la espera de ese momento en que salía de la casa que el propio viaje hasta allí.
Por fin la vi adentrarse en el pinar. Ya sólo era cuestión de tiempo e imaginación para poder estar a su lado.
Cuando se volvió para tomar otro camino más directo a la playa, su cara lo decía todo. Sólo le salía de la boca..."no", "no puede ser", "no"
Ese abrazo fue especial. Los latidos de su corazón y el mío se mezclaban y podían oirse ambos.
Fueron varias horas de cariño, dulzura, asombro, sensaciones que aún hoy me duran.
Los pinos fueron testigos del amor que nos tenemos, de lo que nos deseamos y nos necesitamos el uno al otro. Al fin pude compartir ese mar que tanto me gusta con ella.
Fueron horas, muchas horas, aunque sólo fueron tres. Una eternidad para quien no esperaba más que una breve mirada, un beso furtivo. Me hizo sentir el hombre más feliz del mundo. El hombre más seguro del mundo.
Todos mis miedos se los llevó la suave brisa de poniente. Ahora estaba allí, mirándola a los ojos, aguantando las ganas de llorar y reprimiendo a mi corazón que deseaba tomarla conmigo y no soltarla más.
Mi viaje de vuelta fue duro. Las lágrimas no me dejaban ver bien la carretera. Pero era una sensación extraña. No era tristeza, era una alegría contenida. Tardé cerca de una hora en poder hablar con ella porque el nudo en mi garganta me hacía imposible hablar y no quería que lo notase.

Ahora, debo retomar esos momentos para revivirlos a cada instante como si fuese una película, sabiendo que la distancia no es el olvido, que su corazón y el mío están conectados de alguna extraña manera y, por lejos que estemos, siempre estaremos cerca el uno del otro.
El amor es extraño. Estar enamorado te hace ver y vivir de forma distinta cada cosa.
El mismo mar se transforma distinto, casi se evapora para no molestarnos mientras nos besamos en la playa.
El tacto de su piel, sus besos...me saben a reencuentro...ese guiso de la abuela, ese tacto de sábana limpia, ese olor a yerba recien cortada del jardín, ese primer beso de amor.

Sé que la echaba de menos, el dolor era muy fuerte, pero no fui consciente de cuánto hasta que la volví a tener frente a mi.

No sé que me deparará el destino. Por ahora se ha mostrado complaciente con nosotros. Sólo puedo asegurar una cosa...no tengo ninguna duda de que la amo, no tengo ninguna duda de que me ama y no tengo ninguna duda de que jamás amé así a nadie salvo a esa niña "morena, ojos azules, chata de labios carmín"