lunes, 3 de septiembre de 2007

El café

Por mucho que imaginase (e imaginación no me falta) nunca pude imaginar cómo transcurriría aquella cita.

Quise buscar un lugar tranquilo con la intención de poder decirle que nunca la había olvidado. Acudiría a la metáfora de la "espina clavada" para decirle que me arrepentía de no haber vuelto a contactar con ella.

Ni por asomo me sentía capaz de decirle todas las veces que le puse flores en el buzón ni las cartas que le escribí, pero no podía dejar escapar esa oportunidad para que supiese que en el fondo de mi corazón todavía había una llama que ardía por ella.

Entre comentarios y risas (tan deslumbrante como siempre) me atreví a cogerle la mano para demostrarle la poca fuerza que tenía tras el accidente...cuando pude notar el tacto de su mano supe muchas cosas, muchas mías y muchas suyas. Supe que quería ese contacto, leí en sus ojos una mirada que me sonreía de una manera especial, que me hacía recordar cómo me sonreía cuando se despedía con 14 años -el primer beso se da con la mirada-

Cuando ya me sentí capaz de contarle la historia de la "espinita", fue ella la que interrumpió y me dijo:
-He traído una cosa para enseñarte-
Sacó de su bolso la poesía y las felicitaciones que le había escrito hacía 32 años y creí que me iba a morir.

No hizo falta que la leyese, puesto que a cada frase que comenzaba a leer, era mi mente quien la rescataba del recuerdo y la acababa de pronunciar.
Me acordaba perfectamente de ella, cómo y cuándo la escribí...sin manchas, sin enmiendas, pura tal como quería que fuese para ella.

Tímidamente, porque ya no era capaz de más, le insinué que había seguido pensando en ella y que mi pesar era no haber insistido en buscarla (aunque no era cierto del todo)
Cuando se lo dije, me hizo ver que me estuvo esperando. Me hubiese muerto allí mismo.

Acabamos el café y nos despedimos hasta otra. Cuando la vi marchar, tuve la misma sensación de estar perdiéndola que cuando entonces. Sólo deseaba que se diese la vuelta...pero esa tarde no sucedió.